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EL ALFABETO

Del Diccionario filosófico de Voltaire (Francisco María Arouet, 1694-1778), publicado en Amsterdam en 1764.

 

 

 

 

 

Si viviera todavía el sabio Du Marsais, le preguntaríamos qué nombre tiene el alfabeto. Pero como este sabio murió, preguntaremos a los ilustrados redactores de la Enciclopedia para que nos digan por qué el alfabeto no tiene nombre en ninguna lengua europea. Alfabeto sólo significa A B; y A B carecen de significado, o por mejor decir, no indican mas que dos sonidos, sin relación el uno con el otro: beta no se forma de alfa; éste es el primer sonido y aquél el segundo, sin que sepamos por qué.

¿En qué consiste, pues, que carezcamos de términos para expresar el alcance de las esencias? El conocimiento de los números, o sea el saber contar, no se llama uno-dos, y los rudimentos del arte de manifestar nuestros pensamientos no tienen en Europa término propio que lo designe.

El alfabeto es la primera parte de la gramática. Los que posean el idioma árabe, del que yo no tengo la más ligera noción, podrán decirme si la citada lengua, que, según se dice, dispone de ochenta voces para expresar la palabra caballo, tiene siquiera una para significar la palabra alfabeto. Confieso que, lo mismo que el árabe, ignoro el chino, pero sin embargo, he leído en un vocabulario de la China que dicha nación tiene dos palabras para expresar el catálogo o la lista de los caracteres de su lengua: ho-tou y haipien. Nosotros no podemos vanagloriarnos de que nuestras lenguas occidentales posean ninguna de las dos voces. A los griegos les sucedía lo mismo que a nosotros: no tenían frases para expresar su alfabet, que los griegos copiaron de los fenicios, de la nación que llamaron los hebreos «el pueblo ilustrado», lo que no les impidió apoderarse de su territorio.

Debemos suponer que los fenicios, enseñando sus caracteres a los griegos, les prestaron el gran servicio de librarlos de las dificultades que ofrecía la escritura egipcia que Cecrops les llevó de Egipto. Los fenicios, como eran negociantes, trataban de entenderse con facilidad; pero los egipcios, que se creían intérpretes de los dioses, querían que los entendieran difícilmente. Me imagino oír a un comerciante fenicio acabado de llegar a Achaix, que dice a su corresponsal griego: «Mis caracteres no sólo son fáciles de escribir y reflejan el pensamiento como los sonidos, sino que expresan nuestras deudas activas y pasivas. El sonido fenicio alef, que en Grecia pronunciáis alfa, equivale a una onza de plata; beha, equivale a dos; ro, a cien; sigma, equivale a doscientas. Os debo doscientas onzas, os pago un ro y os debo otro ro; de este modo, con facilidad, haremos nuestras cuentas.»

Probablemente los comerciantes fueron los que establecieron la sociabilidad entre los hombres, satisfaciendo sus necesidades, porque para negociar es preciso entenderse. Los egipcios conocieron muy tarde el comercio, por tener horror al mar, que para ellos era Tifón, esto es, el odio del mal. Desde tiempos remotos los tirios fueron navegantes, y unieron con vínculos estrechos los pueblos que la Naturaleza había separado, reparando las catástrofes y revoluciones del globo que ahogaron a parte del género humano. A su vez, los griegos comunicaron su alfabeto y su comercio a otros pueblos, que lo modificaron, como los griegos modificaron el alfabeto de los tirios. Cuando sus mercaderes (considerados después como semidioses) establecieron en Colcos el comercio de platería llamado «toisón de oro», dieron también su alfabeto a los pueblos de dichas regiones, que lo conservaron modificándolo igualmente.

Es verosímil que ni Tiro, ni Egipto, ni ningún pueblo asiático de los que habitan cerca del Mediterráneo comunicaran su alfabeto a los pueblos del Asia oriental. Si los tirios y los caldeos que habitan las orillas del Eufrates, por ejemplo, hubieran comunicado su alfabeto a los chinos, éstos conservarían algo de él, usando sus veintidós, veintitrés ó veinticuatro letras; mas por el contrario, usan signos distintos para todas las palabras que componen su idioma, disponiendo, según se dice, de ochenta mil, distintos completamente de los que se usaban en Tiro. A esta riqueza de signos, tan prodigiosamente diferentes, hay que añadir que escriben de arriba abajo, y los tirios y los caldeos escribían de derecha a izquierda. Los griegos y nosotros escribimos de izquierda a derecha.

Si examinamos los caracteres tártaros, indios, siameses y japoneses, veremos que no tienen la menor analogía con el alfabeto griego ni con el fenicio. Esto no obstante, todos esos pueblos, incluyendo en ellos a los hotentotes y a los cafres, pronuncian las vocales y las consonantes casi lo mismo que nosotros, porque casi poseen nuestra misma laringe, del mismo modo que el campesino más rudo está dotado de una garganta parecida a la de la primera cantante de la Opera de Nápoles. La diferencia que hace que el campesino tenga una voz ruda y discordante de bajo y que la cantante despliegue una voz de ruiseñor es tan imperceptible, que ningún anatomista puede conocerla.

Al decir que los mercaderes de Tiro enseñaron el alfabeto a los griegos, no hemos querido suponer que les enseñaran a hablar. Probablemente los atenienses se expresarían ya mejor que los pueblos de la baja Siria, porque su garganta era más flexible, las palabras de su idioma se componían de un suave conjunto de vocales, de consonantes y de diptongos, y la lengua de los pueblos de la Fenicia era ruda y grosera. Figuraos que los romanos de hoy hubieran conservado el antiguo alfabeto de Etruria, y que los mercaderes holandeses pretendieran que adoptasen el que éstos usan en la actualidad. Los romanos admitirían quizás dichos caracteres, pero se abstendrían de hablar la lengua bátava. Esto es precisamente lo que el pueblo de Atenas hizo con los marineros de Cafthor, que llegaban de Tiro o de Besith: adoptaron su alfabeto, porque era preferible al que copiaron de Egipto, pero rechazaron su idioma.

Filosóficamente hablando, y haciendo abstracción de lo que dicen los libros sagrados, de los cuales no nos ocupamos aquí, la lengua primitiva para nosotros es sólo una quimera. ¿Qué pensaríais del hombre que tratase de inquirir cuál fue el grito primitivo que lanzaron todos los animales, y el por qué de que en el transcurso de muchos siglos los corderos se hayan concretado a balar, los palomos a arrullarse y las serpientes a silbar? Los animales se entienden perfectamente en su idioma, mucho mejor que nosotros. El gato comprende perfectamente los variados maullidos de la gata. Maravilla ver cómo una yegua endereza las orejas, patea el suelo y se agita al oír los relinchos ininteligibles de un caballo. Cada especie tiene su lengua; la de los esquimales no es la misma que la de los indígenas del Perú. No hubo lengua ni alfabeto primitivo, como no hubo encinas ni hierbas primitivas.

Varios rabinos opinan que la samaritana fue la lengua madre; otros aseguran que lo fue el bajo bretón; en la incertidumbre (y que no se molesten los habitantes de Quimper o de Samaria), podemos no admitir ninguna lengua madre. Sin ofender a nadie, ¿no pudiéramos suponer que comenzaron el alfabeto los gritos y las exclamaciones? Los niños, cuando ven un objeto que les choca, dicen: ha, he; cuando lloran, hi, hi; cuando se burlan, hu, hu, hou, hou; cuando les pegan, ¡ay! ¡ay! Esas exclamaciones, formadas todas con vocales, son tan naturales en todos los niños como el canto de las ranas, y constituyen casi un alfabeto. Basta que la madre diga a su hijo algo equivalente a ven, toma, dame, calla, acércate, vete; esas palabras nada representan y nada describen, pero se dan a comprender con el gesto. Desde esos rudimentos hay que andar un largo camino para llegar a la sintaxis. Me asombro cuando pienso que desde la palabra ven hemos conseguido llegar a decir un día: «Hubiera venido, madre mía, con gran placer, obedeciendo vuestro mandato con el respeto de siempre, si al dirigirme hacia vos no me hubiera caído en tierra y si no me hubiera clavado en la pierna una pincha de las plantas del jardín.» Paréceme que ha sido preciso el transcurso de varios siglos para juntar esas frases, y el transcurso de otros tantos para crearlas.

Los caracteres alfabéticos, representando al mismo tiempo los nombres de las cosas, su número, las fechas de los acontecimientos y las ideas, se convirtieron muy pronto en misterios para los mismos que inventaron dichos signos. Los caldeos, los sirios y los egipcios atribuyeron algo divino a la combinación de las letras y al modo de pronunciarlas; creyeron que los nombres tenían significación por sí mismos, conteniendo una fuerza y una virtud secretas. Llegaron hasta imaginar que la palabra que significaba poder era poderosa por su misma naturaleza; que la que significaba ángel era angélica; que la que expresaba la idea de Dios era divina. Por eso la esencia de los caracteres se introdujo necesariamente en la magia, y no se verificaba ninguna operación mágica sin que en ella intervinieran las letras del alfabeto.

Esa puerta que se abrió a todas las ciencias dio entrada a todos los errores. Los magos de todas partes se aprovecharon de ella para andar por el laberinto que ellos mismos construyeron, y en el que no se permitía entrar a los demás hombres. El modo de pronunciar las consonantes y las vocales se convirtió en el más profundo de los misterios, y con frecuencia en el más terrible. Había un modo de pronunciar Jehová, nombre que daban a Dios los sirios y los egipcios, que forzaba al hombre a caer en tierra muerto. San Clemente de Alejandría refiere que Moisés causó la muerte repentina de Nechepe, rey de Egipto, diciéndole al oído esa palabra, y en seguida le resucitó pronunciando también la misma palabra.

Nada retardó tanto el progreso del espíritu humano como esa ciencia profunda del error, que nació en los pueblos asiáticos con el origen de las verdades. El universo se embruteció con el mismo arte que debía ilustrarse. De esto se encuentra un gran ejemplo en Orígenes, en San Clemente de Alejandría y en Tertuliano. Orígenes dice con la mayor naturalidad: «Si al invocar a Dios le llamamos Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, se conseguirá con la invocación de estos nombres unos resultados de naturaleza y fuerza tan grandes, que los demonios se someten a los que los pronuncian. Pero si le invocamos con otro calificativo, como el de «Dios del mar ruidoso», como «Dios suplantador», esos calificativos carecerán de virtud. El nombre de Israel traducido al griego no tendrá ningún poder, pero pronunciado en hebreo, con las demás palabras requeridas, se verificará el conjuro.»

El mismo Orígenes dice estas frases notables: «Existen nombres que naturalmente poseen virtud. Esos nombres son los que usan los sabios en Egipto, los magos en Persia, los brahmanes en la India. Lo que se llama magia no es un arte vano y quimérico, como suponen los estoicos y los epicúreos. El nombre de Sabaoth y el de Adanai no se han inventado para los cristianos, sino que pertenecen a una teología misteriosa que se relaciona con el Creador, y de esto proviene la virtud que tienen esos nombres cuando se usan como es debido y cuando se pronuncian según las reglas», etc.

Pronunciando las letras según el método mágico, se obligaba a la luna a descender a la tierra. Debemos perdonar a Virgilio que creyese semejantes paparruchas y que hablase seriamente de ellas en el verso 69 de su égloga octava:

Carmina vel coelo possunt deducer lunam (1)

En una palabra: el alfabeto fue el origen de todos los conocimientos del hombre y de todos sus absurdos.

__________

(1) Con esas palabras se conseguía que la luna descendiera a la tierra

 

 

 

     

    Actualizado el 25/11/2009          Eres el visitante número                ¡En serio! Eres el número         

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