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DE BIBLIOTECA

Umberto Eco

 

Conferencia dictada el 10 de marzo de 1981 en la Biblioteca Comunale de la

ciudad de Milán, Italia, al conmemorarse los 25 años de su sede actual en

Palazzo Sarmani.

 

Tomado de LEER y releer N.o 36 – Sistema de Bibliotecas Universidad de Antioquia – Junio de 2004

 

En un lugar tan venerable como éste, considero oportuno comenzar, como en una ceremonia religiosa, con la lectura del libro, no con un propósito informativo, porque cuando se lee un libro sagrado todos saben de antemano lo que él dice, sino con funciones de letanía o de dispersión de espíritu. Por lo tanto:

 

El universo (que otros llaman la biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados con barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores, interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos de anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos: su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A la izquierda y a la derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos.

Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades fecales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. [...] A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de tamaño uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página de cuarenta renglones; cada renglón de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras nos indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa interconexión, alguna vez, pareció misteriosa. [...] Hace quinientos años el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaba redactado en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedolituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la biblioteca.

[...] Afirman los impíos que el disparate es normal en la biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de “la biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren en incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira”. Esas palabras, que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia.

En efecto, la biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. [...] Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos —y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición: ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?) ¡Amén!

 

El fragmento, como se sabe, es de Jorge Luis Borges, un capítulo de la Biblioteca de Babel, y me pregunto si algunos de los asiduos visitantes, directores, trabajadores de bibliotecas aquí presentes, que escuchan y meditan sobre estas páginas, no han vivido experiencias personales, de juventud o de madurez, de largos corredores y largas salas; es decir, hay que preguntarse si la biblioteca de Babel, hecha a imagen y modelo del Universo, no es también imagen y modelo de muchas bibliotecas posibles. Y me pregunto si es posible hablar del presente o del futuro de las bibliotecas existentes elaborando puros modelos fantásticos.

Creo que sí. Por ejemplo, en un ejercicio que hice varias veces para explicar cómo funciona un código de referencia, utilicé uno muy elemental de cuatro posiciones con una clasificación de libros en la cual la primera posición indica la sala, la segunda indica la pared, la tercera indica el anaquel de la pared y la cuarta indica el lugar del libro en el anaquel; de ahí que una referencia como 3-4-8-6 signifique: tercera sala a la entrada, cuarta pared a la izquierda, octavo anaquel, sexto lugar. Luego me di cuenta de que también con un código tan elemental (no es el de Dewey) se pueden hacer juegos interesantes. Se puede escribir, por ejemplo, 3335.33335.33335.33335 y obtendremos la imagen de una biblioteca con un número inmenso de salas: cada una es de forma poligonal parecida a la celdilla de un panal, en la que puede haber por lo tanto 3.000 ó 33.000 paredes, inclusive no regidas por la fuerza de la gravedad, ya que los anaqueles pueden estar ubicados también en las paredes superiores, y estas paredes, que son más de 33.000, son enormes porque pueden dar cabida a 33.000 anaqueles y éstos son larguísimos porque cada uno puede dar cabida a 33.000 o más libros.

¿Es ésta una biblioteca posible o pertenece solamente al universo de la fantasía? Sin embargo, también un código elaborado para una biblioteca casera permite estas variaciones, estas proyecciones, y permite, igualmente, pensar en bibliotecas poligonales.

Hago esta premisa porque, obligado a reflexionar, por la gentil invitación recibida, acerca de lo que se puede decir de una biblioteca, he tratado de establecer cuáles pueden ser los fines, ciertos o inciertos, de una biblioteca. Hice una breve inspección en las únicas bibliotecas a las que tenía acceso, porque permanecen abiertas también durante las horas nocturnas: la de Asurbanipal en Nínive, la de Polícrates en Samo, la de Pisístrato en Atenas, la de Alejandría, ya que en el tercer siglo tenía 400.000 volúmenes y luego en el primer siglo con la del Serapeo, tenía 700.000 volúmenes, luego la de Pérgamo y la de Augusto (en la época de Constantino existían veintiocho bibliotecas en Roma). También tengo cierta familiaridad con algunas bibliotecas benedictinas, y he comenzado a preguntarme cuál puede ser la función de una biblioteca. Tal vez, al comienzo, en la época de Asurbanipal o de Polícrates era la de recoger los rollos o volúmenes para no dejarlos regados. Más tarde creo que su función fue la de atesorar: los rollos eran caros. Luego, en la época benedictina, la de transcribir: la biblioteca es concebida casi como una zona de paso; el libro llega, se transcribe, el original o la copia parten de nuevo. Creo que en alguna época, tal vez ya entre Augusto y Constantino, pudo ser también la de hacer y leer y, por consiguiente, se ajustaba, más o menos, a la resolución de la UNESCO que leí en el volumen recibido hoy donde se dice que uno de los fines de la biblioteca es el de permitir al público leer los libros. Sin embargo, creo que, más tarde, nacieron bibliotecas cuya función era la de no hacer leer, de esconder, de encubrir el libro. Naturalmente, estas bibliotecas estaban hechas también para permitir reencontrarlo. Siempre hemos admirado la habilidad de los humanistas del siglo XV que reencuentran los manuscritos perdidos. ¿Dónde los encuentran? En las bibliotecas. Así como éstas servían para esconderlos, servían también para redescubrirlos.

Frente a esta pluralidad de fines de una biblioteca, ahora me permito elaborar un modelo negativo, en veintiún puntos, de mala biblioteca. Naturalmente, se trata de un modelo tan ficticio como el de la biblioteca poligonal. Pero, como en todos los modelos ficticios, que al igual que las caricaturas nacen de la adición de cervices equinas a cuerpos humanos con colas de sirenas y escamas de serpiente, creo que cada uno de nosotros puede reconocer en este modelo negativo los recuerdos lejanos de sus propias aventuras en las más diversas bibliotecas de nuestro país o de otros países. Una buena biblioteca, en el sentido de una mala biblioteca (es decir, un buen ejemplo del modelo negativo que trato de realizar) debe ser ante todo un inmenso cauchemar, debe ser totalmente opresiva y, en este sentido, la descripción de Borges es suficiente.

 

A) Los catálogos deben estar divididos al máximo: hay que poner mucho cuidado en separar el de los libros del de las revistas, y éste del de temas, así como los libros de reciente adquisición de los libros de adquisición anterior. En lo posible, la ortografía debe ser diferente en los dos catálogos (adquisiciones recientes y antiguas); por ejemplo, en las adquisiciones recientes retórica estará escrita con r y en las antiguas con rh; Chaikovski en las adquisiciones recientes con Ch, mientras que en las antiguas, a la francesa, con Tch.

B) La clasificación por temas debe ser establecida por el bibliotecario. Los libros no deben llevar en el colofón, como suelen hacerlo según una pésima costumbre los volúmenes americanos, indicación alguna acerca de los temas bajo los cuales deben ser clasificados.

C) Las siglas deben ser imposibles de transcribir, ojalá muy numerosas, de modo que cualquier persona que llene la papeleta nunca tenga suficiente espacio para colocar la última denominación y la considere irrelevante, así que el empleado se la devuelva luego para llenarla de nuevo.

D) El tiempo transcurrido entre solicitud y entrega debe ser muy largo.

E) No se debe entregar más de un libro a la vez.

F) Los libros entregados por el empleado, solicitados mediante papeleta, no pueden ser llevados a la sala de referencia, es decir, hay que dividir la propia vida en dos aspectos fundamentales, uno para la lectura, y otro para la consulta; esto es, la biblioteca debe desalentar la lectura cruzada de varios libros porque causa estrabismo.

G) En lo posible, que no haya absolutamente ninguna máquina fotocopiadora; sin embargo, de existir una, el acceso a ella debe ser muy demorado y penoso, el gasto superior al de librería, la reproducción limitada a dos o tres páginas solamente.

H) El bibliotecario debe considerar al lector un enemigo, un haragán (de no ser así estaría trabajando), un ladrón en potencia.

I) Casi todo el personal debe sufrir de limitaciones físicas. Estoy tocando un punto muy delicado sobre el cual no quiero ironizar.

Es función de la sociedad ofrecer posibilidades y oportunidades a todos los ciudadanos, inclusive a los que no están en la plenitud de la edad o de sus condiciones físicas. Sin embargo, la sociedad admite que, por ejemplo, los bomberos sean sometidos a una particular selección. Existen bibliotecas de universidades americanas en las que la máxima atención está dirigida a los usuarios físicamente impedidos: planos inclinados, baños especiales, hasta el punto de hacer peligrosa la vida para los demás, que resbalan sobre los planos inclinados. Sin embargo, algunos trabajos en la biblioteca requieren fuerza y destreza: trepar, soportar grandes pesos, etc.; en tanto que existen otras clases de trabajos que pueden ser ofrecidos a todos los ciudadanos que deseen desarrollar una actividad laboral, a pesar de las limitaciones debidas a la edad o a otros factores. Con esto planteo el problema del personal de una biblioteca como mucho más afín al cuerpo de bomberos que al de los empleados de un banco, y esto es muy importante, como veremos a continuación.

J) La oficina de información debe ser inalcanzable.

K) El préstamo debe desalentarse.

L) El préstamo interbibliotecario debe ser imposible o, de todas maneras, demorar meses; en todo caso, debe existir la imposibilidad de conocer lo que hay en las demás bibliotecas.

M) Como consecuencia de todo esto, los hurtos deberán ser facilísimos.

N) Los horarios deben coincidir totalmente con los de trabajo y ser discutidos previamente con los sindicatos: cierre total el sábado, el domingo, por la noche y en las horas de las comidas. El peor enemigo de la biblioteca es el estudiante que trabaja; su mejor amigo es don Ferrante, alguien que posee una biblioteca propia; por lo tanto no tiene necesidad de ir a la biblioteca y al morir la deja en herencia.

O) Debe ser imposible conseguir de alguna manera refrescos o alimentos dentro de la biblioteca y, en todo caso, tampoco debe ser posible salir de ella a echar un bocado, sin antes haber devuelto todos los libros recibidos para tener que volver a solicitarlos después de haberse tomado un café.

P) No debe ser posible volver a encontrar el mismo libro al día siguiente.

Q) No debe ser posible saber quién tiene prestado el libro faltante.

R) Ojalá no haya excusados.

 

Además, he puesto un requisito Z): idealmente el usuario no debería poder entrar a una biblioteca; admitiendo que entre allí, usufructuando de manera escrupulosa y antipática de un derecho concedido con base en los principios de 1789, sin embargo, no asimilados todavía por la sensibilidad colectiva; de todas maneras, a excepción de los rápidos recorridos por la sala de consulta, no debe ni deberá penetrar nunca hasta las entrañas del recinto donde están los anaqueles.

¿Existen todavía bibliotecas de este tipo? Dejo que esto lo decidan ustedes, también porque debo confesar que, obsesionado por los más tiernos recuerdos (la tesis de doctorado en la Biblioteca

Nacional de Roma, cuando todavía existía con lámparas verdes sobre la mesa, o tardes de gran tensión erótica en la Sainte Geneviève o en la biblioteca de la Sorbona), acompañado por estos dulces recuerdos de mi adolescencia, en la edad madura visito relativamente poco las bibliotecas, pero no por razones polémicas, sino porque cuando estoy en la Universidad el trabajo es demasiado intenso y en la sede del seminario se le pide al estudiante que vaya a buscar el libro y lo fotocopie; cuando estoy en Milán, y generalmente por muy corto tiempo, vengo sólo a la Sormani porque tiene el catálogo unificado. Además, visito mucho las bibliotecas extranjeras, porque cuando estoy fuera del país desempeño el papel de una persona en el extranjero y, por lo tanto, tengo más tiempo libre, tengo las noches libres cuando en muchos países se puede ir a la biblioteca. Entonces, en lugar de esbozar la utopía de una biblioteca perfecta, que no sé cuándo y cómo puede realizarse, les contaré la historia de dos bibliotecas a la medida del deseo, que amo y trato de visitar cuando puedo. Con esto no quiero decir que sean las mejores del mundo o que no haya otras; son las que, en el último año, he visitado con cierta regularidad, una durante un mes, la otra durante tres meses: la Sterling Library de Yale y la nueva biblioteca de la Universidad de Toronto.

Muy diferentes entre sí en la arquitectura, como el rascacielos Pirelli puede serlo de San Ambrosio; la Sterling es un monasterio neogótico, la de Toronto es una obra maestra de la arquitectura contemporánea; hay variaciones, pero intentaré fusionar las dos, para decir por qué ambas me gustan. Permanecen abiertas hasta medianoche y también los domingos (la Sterling no abre en estos días por la mañana, pero luego funciona desde medianoche hasta medianoche y cierra una noche, los viernes). Hay buenos índices en Toronto, que también tiene una serie de visores y catálogos computadorizados, fácilmente manejables. En cambio, en la Sterling los índices son todavía a la antigua, pero autor y tema están unificados; por lo tanto, sobre un tema determinado, no se encuentra solamente las obras de Hobbes, sino también las obras sobre Hobbes. La biblioteca contiene además la información acerca de lo que se consigue en las otras bibliotecas del área. Pero lo más hermoso de estas dos bibliotecas, por lo menos para una categoría de lectores, es que hay acceso a los estantes, es decir, no se pide el libro, se pasa frente a un cerebro electrónico con una tarjeta de identificación, después de lo cual se toman los ascensores y se penetra en el lugar donde están los anaqueles. No siempre se sale vivo de allí; en las estanterías de la Sterling es muy fácil, por ejemplo, cometer un delito y esconder el cadáver bajo algunos anaqueles de mapas, el cual podría ser descubierto algunos decenios más tarde. Existe, por ejemplo, una astuta confusión entre el piso y el entrepiso, de manera que el usuario nunca sabe si está en uno o en otro, razón por la cual ya no encuentra el ascensor; las luces se prenden solamente por voluntad del visitante de modo que si uno no da con el interruptor apropiado puede vagar largo tiempo en la oscuridad; diferente es la de Toronto donde todo es luminosísimo. El estudioso da vueltas, mira los libros en los estantes, después los saca y puede dirigirse hacia las salas con hermosísimas poltronas donde se sienta a leer; en la de Yale lo son un poco menos, pero de todas maneras lleva los libros consigo al interior de la biblioteca para sacar fotocopias. Las fotocopiadoras son numerosísimas; en Toronto existe una oficina que cambia los billetes de un dólar canadiense por monedas, de manera que uno, acercándose a la fotocopiadora con kilos de moneditas, puede copiar inclusive libros de setecientas u ochocientas páginas; la paciencia de los demás usuarios es infinita, esperan hasta cuando el que ocupa la máquina llegue a setecientas páginas. Naturalmente, también se puede sacar el libro en préstamo; las formalidades del préstamo son de una rapidez infinita; después de haber dado vueltas libremente por los ocho, quince, dieciocho pisos de los anaqueles y de haber tomado los libros deseados, se escribe sobre un papelito el título del libro, se entrega en un mostrador y se sale. ¿Quién puede entrar al interior? El que tenga un carné que es fácilmente conseguible en el lapso de una o dos horas y a veces inmediatamente por teléfono. En Yale, por ejemplo, los estudiantes no pueden subir a las estanterías, solamente pueden hacerlo los investigadores, pero hay otra biblioteca para estudiantes que no contiene libros muy antiguos y tiene un número suficiente de volúmenes, donde los estudiantes tienen las mismas posibilidades que los investigadores de tomar y dejar los libros. Todo esto se puede hacer en Yale aprovechando un capital de ocho millones de volúmenes. Naturalmente, los manuscritos raros están en otra biblioteca y un poquito menos accesibles. Ahora, ¿qué es lo importante en el problema de acceso a los estantes? Sucede que uno de los equívocos que domina la noción de biblioteca es que se vaya allí para buscar un libro cuyo título se conoce. En verdad, esto sucede con frecuencia, pero la función principal de la biblioteca, por lo menos en función de la biblioteca de mi casa y de cualquier amigo que podamos visitar, es la de descubrir libros cuya existencia no se sospechaba y que, sin embargo, revelan ser de extrema importancia para nosotros. Ahora, es cierto que este descubrimiento puede ocurrir hojeando el catálogo, pero no hay nada más relevante y apasionante que explorar anaqueles que posiblemente reúnen todos los libros sobre un tema determinado —cosa que, en cambio, en el catálogo por autores no podría descubrirse— y encontrar junto al libro que hemos ido a buscar otro que no buscábamos, pero que resulta ser fundamental. Es decir, la función ideal de una biblioteca es un poco la de ser algo así como el banquito de un bouquiniste en donde se hacen trouvailles, y esta función la posibilita sólo el libre acceso a los corredores de los anaqueles.

Esto permite que en una biblioteca a la medida del deseo de un hombre, la sala menos visitada sea precisamente la de consulta. No son ya ni siquiera necesarias muchas salas de lectura, porque la facilidad del préstamo, de la fotocopia y de la sustracción de libros elimina en gran parte la permanencia en ellas, o porque funcionan como salas de lectura (por ejemplo en Yale) la zona de restaurante, la cafetería, el espacio con los aparatos que calientan las salchichas, adonde se puede bajar llevando consigo los libros tomados en la biblioteca y seguir trabajando sobre una mesa con un café y un pastel, fumando incluso, examinando los libros y decidiendo si volverlos a colocar en los anaqueles o solicitarlos en préstamo, sin control alguno. En Yale el control es realizado a la salida por un empleado que, con aire bastante distraído, mira dentro del maletín que uno lleva; en Toronto existe la magnetización completa de los lomos de los libros y el joven estudiante que registra el libro tomado en préstamo lo pasa por un pequeño aparato que le quita la magnetización, luego se pasa por una puerta electrónica estilo aeropuerto y si alguien ha escondido en el bolsillo del chaleco el volumen 108 de la Patrología latina comienza a sonar un timbre y se descubre el hurto.

Naturalmente, en una biblioteca de este tipo existe el problema de la extrema movilidad de los volúmenes y, por lo tanto, la dificultad de encontrar el que uno busca o el consultado el día anterior. En lugar de las salas generales de lectura existen las cabinas. El investigador solicita una donde deposita sus volúmenes y va a trabajar cuando lo desea. No obstante, en algunas de estas bibliotecas, cuando no se encuentra el volumen deseado, se puede saber, en el correr de pocos minutos, quién lo ha tomado en préstamo y conseguirlo telefónicamente. Esto permite que una biblioteca de este tipo tenga poquísimos vigilantes y muchísimos empleados, y tenga un tipo de funcionario a medias entre el bibliotecario tradicional y el mozo (usualmente son estudiantes de tiempo completo o de tiempo parcial). En una biblioteca en la que todos circulan y sacan los libros, algunos de éstos permanecen continuamente en circulación, ya no regresan a su lugar adecuado en los anaqueles; entonces estos estudiantes, que dan vueltas con unos carros enormes, los devuelven a su lugar, controlando que las referencias estén más o menos en orden (no lo están nunca, y esto aumenta la aventura de la búsqueda). En Toronto me sucedió no encontrar casi ninguno de los volúmenes de Patrología de Migne; esta destrucción del concepto de consulta haría enloquecer a un bibliotecario sensato, pero así es. Este tipo de biblioteca está hecho a mi medida; puedo decidir pasar allí un día en sana alegría: leo los periódicos, bajo algunos libros a la cafetería, luego voy a buscar otros, hago descubrimientos; había entrado allí, supongamos, para ocuparme del empirismo inglés y en cambio comienzo a perseguir a los comentaristas de Aristóteles; me equivoco de piso, entro en una zona en la que no sospechaba entrar, de medicina, donde, de improviso encuentro algunas obras sobre Galeno, por lo tanto, con referencias filosóficas. En este sentido, la biblioteca se convierte en una aventura.

¿Cuáles son, sin embargo, los inconvenientes de este tipo de biblioteca? Son los robos y daños, obviamente; por múltiples controles electrónicos que haya, es mucho más fácil, creo, robar libros en este tipo de biblioteca que en el nuestro. Aunque, precisamente el otro día, me contaba el asesor de una famosa biblioteca italiana que descubrieron a alguien que desde hace veinticinco años estaba llevándose los más hermosos incunables, pues tenía volúmenes con sellos de bibliotecas lejanas, entraba con estos, luego los vaciaba, quitaba la encuadernación del volumen que iba a robar y colocaba las hojas nuevas dentro de la encuadernación antigua, y luego salía; y parece que en los veinticinco años logró formarse una biblioteca maravillosa. Los robos son posibles, evidentemente, en todas partes, pero considero que el criterio de una biblioteca, llamémosla abierta, de libre circulación, sea el de que el robo se remedia comprando otra copia del libro, aunque sea en un anticuariato. Es un criterio millonario, pero es un criterio. Teniendo que elegir entre permitir leer los libros o no, cuando un libro sea robado o dañado se comprará otro. Obviamente, los menucios permanecerán en la sección de los manuscritos y estarán mejor protegidos.

El otro inconveniente de este tipo de bibliotecas es que ellas consienten, guían, alientan, la civilización del xerox que es la de la fotocopia. Esta trae consigo, junto con todas las comodidades que conlleva la fotocopia, una serie de graves inconvenientes para el mundo editorial, aun desde el punto de vista legal. La civilización del xerox implica el colapso del concepto de derechos de autor. Aunque es verdad que en estas bibliotecas donde hay decenas y decenas de fotocopiadoras, si uno va al servicio especial en que se gasta menos y se deja el libro para fotocopiarlo, el día en que se pide la fotocopia de un libro completo, el bibliotecario dice que esto es imposible por ser contrario a la ley de derechos de autor. Pero si se tiene un número suficiente de monedas y se fotocopia el libro por su cuenta, nadie dice nada. Además, se puede sacar en préstamo el libro y llevarlo a algunas cooperativas de estudiantes que hacen fotocopia sobre papel con tres huecos, de manera que se pueda luego insertar en las carpetas. También en estas cooperativas a veces le dicen a uno que no fotocopian un libro entero; he tenido ese problema con alguno de mis estudiantes. “Necesitamos mandar sacar treinta copias de este libro —dicen— pero ellos se niegan” (otras veces, generalmente, lo hacen, dependiendo de la desfachatez de la cooperativa). “Se niegan a fotocopiarlo porque en el libro se advierte que está amparado por derechos de autor”. “Muy bien —digo— manden hacer una fotocopia, devuelvan el libro a la biblioteca, y luego pidan veintinueve copias de una fotocopia: una fotocopia no está emparada por derecho”. “No habíamos pensado en eso”. En efecto, veintinueve fotocopias de una fotocopia cualquiera las hace. Esto ya ha influido en la política de las casas editoriales. Todas las de tipo científico ahora publican los libros a sabiendas de que serán fotocopiados. Por lo tanto, los libros solamente con mil o dos mil copias cuestan ciento cincuenta dólares, serán comprados por las bibliotecas y después los demás los fotocopiarán.

Las grandes casas editoriales holandesas de lingüística, filosofía, física nuclear, ya publican libros de ciento cincuenta páginas que valen cincuenta o sesenta dólares, libros de trescientas páginas pueden costar doscientos dólares, son vendidos al círculo de las grandes bibliotecas, después de lo cual el editor sabe con certeza que todos los estudiantes e investigadores trabajan solamente con fotocopias. Por lo tanto, ¡ay del investigador que quisiera tener el libro para sí porque no podría afrontar el gasto! Entonces, hay enorme incremento de los precios y disminución de la difusión. Luego, ¿qué garantía tiene el editor de que su libro en el futuro sea comprado y no fotocopiado? Sería necesario que el precio del libro fuera inferior al de la fotocopia. Puesto que se fotocopian dos páginas en el espacio reducido de una sola hoja y, fotocopiando en hojas de tres huecos, ya se puede inmediatamente tener el libro empastado, el problema del editor es entonces imprimir como vendibles, no solamente a las bibliotecas sino al público, libros de muy bajo costo, por lo tanto sobre papel muy malo, que de acuerdo con estudios realizados en los últimos años, está destinado a pulverizarse y a disolverse dentro de algunos decenios (esto ya ha comenzado: los Gallimard de los años cincuenta se desmoronan hoy al hojearlos, parecen ser pan ácimo). Lo cual conduce a otro problema: a una rigurosa selección hecha desde arriba entre los autores que sobrevivirán y los que terminarán en el olvido, es decir, entre los que se publicarán en los libros de los grandes editores internacionales que apuntan solamente al círculo de las grandes bibliotecas, libros que cuestan doscientos o trescientos dólares se imprimirán en papel que tiene la posibilidad de sobrevivir en el interior de las bibliotecas y de multiplicarse en fotocopias, y entre los autores que serán publicados solamente por los editores que venden al gran público y tienden, por lo tanto, a la edición económica, están destinados a desaparecer de la memoria de la posteridad.

No sabemos exactamente si esto será un bien o será un mal, tanto más que muchas veces las publicaciones hechas a trescientos dólares por los grandes editores son costeadas por el autor, el investigador, la fundación que lo sostiene, lo cual con frecuencia no es garantía de seriedad y de valor de quien publica. Por lo tanto, a través de la civilización del xerox nos acercamos a un futuro en el que los editores publicarán casi exclusivamente para las bibliotecas, y este es un hecho que debe ser tenido en cuenta. Además, en el plano personal, nacerá la neurosis de fotocopia.

Asimismo, la fotocopia es un instrumento de suprema utilidad, pero muchas veces constituye también una alible intelectual: es decir, al salir de la biblioteca con un manojo de fotocopias, uno tiene la certeza de que normalmente nunca podrá leerlas todas, ni siquiera podrá más tarde encontrarlas de nuevo porque empiezan a refundirse, pero tiene la sensación de haberse adueñado del contenido de aquellos libros. Antes de la civilización del xerox esta persona compilaba a mano largas fichas en aquellas enormes salas de consulta y algo le quedaba en la cabeza. Con la neurosis de fotocopia se corre el riesgo de que se pierdan jornadas en la biblioteca para fotocopiar libros que después no serán leídos. Estoy mostrando los efectos de aquella biblioteca a medida del hombre, en la cual, sin embargo, estoy contento de vivir cuando puedo, pero lo peor sobrevendrá cuando una civilización de los videos y de las microfichas haya suplantado totalmente la del libro consultable: tal vez añoraremos las bibliotecas defendidas por cancerberos que manifiestan gran desprecio por el usuario y procuran no entregarle el libro, pero en las cuales, por lo menos una vez al día, se podía poner las manos sobre el objeto encuadernado. Por consiguiente debemos considerar también este escenario apocalíptico para lograr un balance de los pro y contra de una posible biblioteca a medida del hombre. Yo creo que poco a poco la biblioteca se encaminará a ser a medida del hombre, pero para ser tal y a medida de la máquina —desde la fotocopiadora hasta el visor— aumentarán las tareas para la escuela, para las entidades municipales, etc., de educar a los jóvenes y también a los adultos en el uso de la biblioteca. Usar la biblioteca es un arte a veces muy sutil, no basta que el profesor o el maestro diga en la escuela: “Ya que hacen esta investigación, vayan a la biblioteca a buscar el libro”. Es necesario enseñar a los muchachos cómo se usa la biblioteca, cómo se usa un visor para microfichas, cómo se usa un catálogo, cómo se combate a los responsables de la biblioteca que no cumplen con su deber, cómo se colabora con los responsables de la biblioteca. Como extrema hipótesis, quisiera decir que si la biblioteca no pudiera estar abierta a todos, debería instituirse, al igual que para el permiso de conducir el auto, unos cursos de educación al respecto del libro y de la manera cómo consultarlo. Es un arte muy sutil, pero sobre el cual habrá que llamar la atención precisamente de la Escuela y de quienes están al frente de la educación permanente de los adultos porque, lo sabemos, la biblioteca es un asunto de la escuela, del municipio y del Estado. Es un problema de cultura cívica, y nosotros no sospechamos siquiera cuán desconocido sea todavía el instrumento biblioteca para la mayoría de las personas. Quien vive en la universidad de masas donde pueden convivir jóvenes estudiosos de mil astucias y capacidades con otros jóvenes que llegan por primera vez a rozar el mundo de la cultura, puede hallarse frente a algunos episodios increíbles. Cito la historia del estudiante que me dice: “No puedo consultar este libro en la biblioteca de Bolonia porque vivo en Módena”. “Está bien —le digo— en Módena hay bibliotecas”. “No -dice-, no las hay”. Nunca había oído hablar de ellas. Una graduanda viene a decirme: “No he podido encontrar las Investigaciones lógicas de Husserl, no están en las bibliotecas”. Digo: “¿Cuáles bibliotecas?” Dice: “Aquí, en Bolonia, y además también he buscado en mi ciudad, Husserl no está”. Digo: “Me parece muy extraño que en la biblioteca no haya traducciones italianas de Husserl”. Dice: “Tal vez las haya, pero están todas prestadas”. De improviso, todos leen ávidamente a Husserl. Habrá que tomar medidas, quizás sea útil tener —de Husserl— por lo menos tres ejemplares: debe haber algo podrido en el reino de Dinamarca si esta persona no encuentra a Husserl y nunca se le ha explicado que podría acercarse a alguien de la biblioteca para preguntar por las razones de esta falta. Hay una distonía, una falta de entendimiento entre el ciudadano y la biblioteca.

He aquí el problema de la educación.

Y ahora el problema final; es necesario escoger: se quiere proteger los libros o hacerlos leer. No afirmo que sea necesario escoger hacerlos leer sin protegerlos, pero tampoco se debe escoger la protección sin permitir su lectura. Tampoco afirmo que sea necesario encontrar un camino intermedio. Uno de los dos ideales debe prevalecer, luego se buscará la manera de hacerle frente a la realidad para defender el ideal secundario. Si el ideal es hacer leer el libro, se debe procurar protegerlo lo más posible, pero a sabiendas de los riesgos que se corren. Si el ideal es protegerlo, se procurará permitir su lectura, a sabiendas de los riesgos que se corren. En este sentido, el problema de una biblioteca no es distinto de aquél de una librería. Actualmente hay dos tipos de librerías. Las muy serias, todavía con estantes de madera, donde apenas entra uno se acerca un señor que dice: “¿Qué desea?”, después de lo cual uno se atemoriza y sale; en estas librerías se roban pocos libros, pero se compran aún menos. También existen las librerías estilo supermercado, con estantería de plástico en donde, especialmente los jóvenes, dan vueltas, miran, se informan acerca de lo que aparece, y aquí se roban muchísimos libros, por más que se introduzcan controles electrónicos.

Se puede sorprender al estudiante que dice: “Ah, este libro es interesante, mañana voy a robarlo”. También se pasan informaciones entre ellos, por ejemplo: “Cuidado que en la librería Feltrinelli si te pescan, castigan duro”. “Ah, bien, entonces voy a robar la librería Marzocco donde acaban de abrir un nuevo supermercado”. Sin embargo, quien organiza las cadenas de librerías sabe que, hasta cierto punto, la librería con alta tasa de hurtos, es también aquella que vende más. Se roban muchas más cosas en un supermercado que en una droguería, pero el supermercado hace parte de una gran cadena capitalista, mientras que la droguería es un pequeño comercio con una declaración de renta muy reducida.

Ahora, si transformamos estos problemas de renta económica en los de renta cultural, de costos y ventajas sociales, el mismo problema se plantea también para las bibliotecas: correr mayores riesgos en cuanto a la preservación de libros, pero tener todas las ventajas sociales provenientes de su mayor circulación. Es decir, si la biblioteca es, como lo quiere Borges, un modelo del universo, procuremos transformarla en un universo a medida del hombre, e, insisto, a medida del hombre significa también alegre, aun con la posibilidad de tomarse un capuchino, y con la posibilidad de que dos estudiantes se sienten una tarde sobre el sofá, no digo para darse indecentes abrazos, sino para llevar a cabo parte de su coqueteo en la biblioteca, mientras toman o devuelven a los estantes algunos libros de interés científico; es decir, una biblioteca que despierte el deseo de visitarla y se forme gradualmente en una gran máquina para el tiempo libre, como lo es el Museum of Modern Arts donde se puede ir a cine, pasear por el jardín, mirar las esculturas y consumir una comida completa. Sé que la UNESCO está de acuerdo conmigo: “La biblioteca... debe ser de fácil acceso y sus puertas deben estar abiertas de par en par a todos los miembros de la comunidad, quienes podrán usar libremente de ella sin distingos de raza, color, nacionalidad, edad, sexo, religión, lengua, estado civil y nivel cultural”.

Es una idea revolucionaria. Y la alusión al nivel cultural requiere también una acción de educación, de consejería y de preparación. Y finalmente el otro punto: “El edificio donde funciona la biblioteca pública debe ser central, fácilmente accesible aun a los inválidos y abierto en horarios cómodos para todos. El edificio y su amueblamiento deben ser de aspecto agradable, cómodos y acogedores; y es esencial que los lectores puedan acercarse directamente a los estantes”.

 

¿Lograremos transformar la utopía en realidad?

 

Tomado de Revista de la Universidad Nacional. Vol. 1 N.o 6, 1986. Traducción de María Teresa Cristina.

 

 

 

     

    Actualizado el 25/11/2009          Eres el visitante número                ¡En serio! Eres el número         

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